De las muchas teorías con las que se ha intentado explicar la Argentina ninguna ha tenido más adherentes que la del excepcionalismo. El “país excepcional” justifica fracasos injustificables, horrores impares, desquicios varios, tragedias evitables, catástrofes inevitables, retrocesos inigualables y absurdos cotidianos. También, resalta logros inalcanzables, éxitos impensados, descubrimientos no buscados y resurrecciones imprevisibles. Por eso, no deja de ser curioso (o no) que tres de los últimos presidentes (De la Rúa, Kirchner, Macri) dijeran que su objetivo era hacer un país “normal”.
Los dos primeros no dejaron de ser “excepcionales”. El actual gobierno está en tránsito, pero cada tanto contradice su objetivo. No hace falta caer en el injustificable caso Triaca para abonar escepticismos. El mismo día en que estallaba ese escándalo, hubo conferencia de prensa para anunciar una no noticia: el Presidente no convocaría al Congreso en febrero.
Por si alguien no se acuerda, a las sesiones fuera del período marzo-diciembre la Constitución las llama, precisamente, “extraordinarias”.